Al levantarse estiró sus brazos, tratando de dilatar la sensación de pereza que se extendía por sus miembros. Sus ojos se negaban a abrirse como últimamente tanto le pasaba. De golpe arrojó las cobijas a un lado y no se molestó en ver de qué lado caían. Ya la servidumbre se ocuparía de ello. Un rato después, en la regadera, mientras el agua resbalaba entre sus muslos y su mente divagaba en las cosas que tenía que hacer durante el día pensó en masturbarse, pero supo que eso no aliviaría la tensión que desde hacia ya demasiado tiempo le tenía atenazado del cuello y la parte superior de la espalda. Antes de bajar al desayuno, repasó minuciosamente todos los trajes esmerándose en procurar la mejor combinación. Camisa y corbata, pañuelo. Esperaba esta vez contar con la aprobación de su mujer, y tal vez por esta mañana poder empezar el día en paz. Después de ponerse los zapatos y darse la última mirada en el espejo de cuerpo entero, suspiró y quiso pensar que, por ese día, iba a tratar de buscar alguna manera de no sentirse atrapado por una serie de circunstancias que, aunque en apariencia él había elegido, bien poco tenían que ver con su "libre albedrío", esa presuntuosa expresión con la que tanto se llenaba la boca el profesor Domínguez, encargado de los estudios religiosos en el colegio católico al que toda su vida asistió. Comenzaba a bajar la escalera, sumido en pensamientos que no alcanzaría a resolver nunca. Un titubeo en el tercer escalón lo lanzó cuesta abajo los veintitrés escalones de mármol restantes. Su cuerpo hizo un ruido seco definitivo al alcanzar el suelo y pensó, en el último momento, que tal vez la paz estaba cerca. Pero mientras múltiples hemorragias internas lo drenaban rápidamente de la vida, se dio cuenta que la rigidez muscular en su cuello (y la parte superior de su espalda) todavía estaba allí.
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