9/25/2012

Hablando de Ser.

Somos seres para la nada. Nos acercamos a nuestra propia destrucción desde el día que aparecemos en el ser. Vivimos perdidos en una existencia inconsciente la mayor parte del tiempo. No reconocemos el hecho primario de nuestra existencia si no es a través de un esfuerzo intelectual que tiene su origen en una serie de intuiciones que la lengua no es capaz de aprehender. Pareciera que el darnos cuenta de nuestra existencia tuviera que darse por descontado y sin embargo no es así. 

¿Qué es lo que pasa dentro de nosotros una vez que nos damos cuenta que, de hecho, existimos? Pasa que es entonces que también somos conscientes de que somos finitos. Que este ser que, sin conciencia de su presencia, nos parecía eterno en la medida en que no le aplicábamos la temporalidad, se revela como un pequeño espacio de existencia en un abismo eterno de no ser.
Somos. Pero somos por muy poco tiempo. Y todo el ser de las cosas, que también se nos presenta en ese momento de descubrimiento primordial, es también sujeto a la temporalidad. Sabemos que todo tiene principio y acaba, pero no lo creemos hasta que descubrimos nuestro ser y su inminente fin. Pareciera que el hecho de existir las cosas está dado sólo en la medida en que se garantiza que tal existencia sea necesariamente temporal y finita.
¿Qué es, entonces, todo el esfuerzo humano ante la certeza de la extinción? ¿Qué significa el Yo Soy ante la certeza misma del No Seré Más?

Yo soy ahora. La temporalidad garantiza que sea el momento presente el único en el que tiene sentido decir que Yo Soy. No podemos librarnos de la certeza de la muerte una vez que se ha descubierto, no podemos volver a una existencia atemporal, velada de la terrible verdad que nos muestra nuestro ser descarnado. 

Lo deseable es que todos los seres humanos sean conscientes de su temporalidad, para de este modo garantizar que todos ellos consideren sus ansias de poder material y económico como inútiles. Descubrir que su hermandad con el cosmos consiste en su inminente destrucción, y que nada vale más la pena que disfrutar las cosas simples que nos recuerdan que el accidente de la existencia no es necesario, sino contingente. Que no somos necesarios, y sin embargo somos. Y que más allá de discusiones teleológicas tratando de buscar un fin para la existencia, la existencia es el fin en sí misma, sin contrapesos ni pretextos ni justificaciones fuera de la misma, más que la nada a la que, inevitablemente, nos dirigimos.

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