Soy pesimista. No me apena decirlo, pero creo que tengo que explicarlo.
Hace mucho dejé de tener esperanza. No creo en salvadores ni caudillos. No creo en soluciones milagrosas, ni planes de desarrollo, ni reestrucuraciones de sistemas, ni en decretos que, de la noche a la mañana, cambien de un modo u otro las condiciones de vida de todos aquellos que vivimos sujetos a los designios de aquellos que detentan el poder.
La naturaleza humana es egoísta, mezquina y llena de temor. Dada desde su origen a la volubilidad, inmensamente predecible en cuanto se entra en juegos de poder. Los hombres y mujeres que deciden por los demás y otorgan a los demás son, al fin, seres humanos que, al igual que en los culebrones televisivos que tanto nos gusta ver, a manera de reflejo frívolo de nuestra realidad, se dejan llevar por pasiones que poco o nada tienen que ver con la tan cacareada vocación de servicio que, idealmente, debería ser el motor que impulse sus decisiones y acciones.
Los pobres, esa masa que rellena sus mítines y marchas. La sociedad civil, esa idea abstracta que inflama sus discursos y ante la cual juran arrodillarse antes de salir de sus casonas. El pueblo, el mundo que cuenta en tanto voluntades sumadas a la suya propia para allegarse al tan codiciado poder. Esas tres entidades que los ponen en un excesivo para su altura real y los endiosan; esas tres entidades sin las que no tendrían jamás importancia siquiera banal, esas tres entidades no significan para ellos más que las piedras de apoyo para alcanzar una serie de metas frívolas y banales, un presunto poder temporal y material que ara ellos se antoja eterno, y sin el cual, una vez probado, no conciben la posibilidad de la existencia.
Y por favor, no se piense que sólo hablo de nuestro podrido sistema político, donde siempre están los mismos, aveces de un lado, aveces del otro. No. No hay un solo poder político en el mundo que se escape de esto. Países pobres y ricos por igual están podridos en sus gobiernos con corrupción y encubrimientos, edificados sobre sangre y piedra a perpetuidad. No hay salida, no hay solución. No hay revolución, ni rebelión, ni cambio posible que venga a modificar una situación que no tiene nada que ver con nuestro ser racional humano en tanto especie, sino con aquellas pulsiones que nos determinan como individuos. Más allá de buenos deseos, de entelequias y utopías que por más deseables resultan cada vez más irrealizables, el hombre siempre ha sido, es y seguirá siendo lobo del hombre. Allí donde haya la manera de explotar a los demás para buscar un beneficio propio con el menor esfuerzo posible, allí existirá la política humana.
Y por eso es que soy pesimista.
Hace mucho dejé de tener esperanza. No creo en salvadores ni caudillos. No creo en soluciones milagrosas, ni planes de desarrollo, ni reestrucuraciones de sistemas, ni en decretos que, de la noche a la mañana, cambien de un modo u otro las condiciones de vida de todos aquellos que vivimos sujetos a los designios de aquellos que detentan el poder.
La naturaleza humana es egoísta, mezquina y llena de temor. Dada desde su origen a la volubilidad, inmensamente predecible en cuanto se entra en juegos de poder. Los hombres y mujeres que deciden por los demás y otorgan a los demás son, al fin, seres humanos que, al igual que en los culebrones televisivos que tanto nos gusta ver, a manera de reflejo frívolo de nuestra realidad, se dejan llevar por pasiones que poco o nada tienen que ver con la tan cacareada vocación de servicio que, idealmente, debería ser el motor que impulse sus decisiones y acciones.
Los pobres, esa masa que rellena sus mítines y marchas. La sociedad civil, esa idea abstracta que inflama sus discursos y ante la cual juran arrodillarse antes de salir de sus casonas. El pueblo, el mundo que cuenta en tanto voluntades sumadas a la suya propia para allegarse al tan codiciado poder. Esas tres entidades que los ponen en un excesivo para su altura real y los endiosan; esas tres entidades sin las que no tendrían jamás importancia siquiera banal, esas tres entidades no significan para ellos más que las piedras de apoyo para alcanzar una serie de metas frívolas y banales, un presunto poder temporal y material que ara ellos se antoja eterno, y sin el cual, una vez probado, no conciben la posibilidad de la existencia.
Y por favor, no se piense que sólo hablo de nuestro podrido sistema político, donde siempre están los mismos, aveces de un lado, aveces del otro. No. No hay un solo poder político en el mundo que se escape de esto. Países pobres y ricos por igual están podridos en sus gobiernos con corrupción y encubrimientos, edificados sobre sangre y piedra a perpetuidad. No hay salida, no hay solución. No hay revolución, ni rebelión, ni cambio posible que venga a modificar una situación que no tiene nada que ver con nuestro ser racional humano en tanto especie, sino con aquellas pulsiones que nos determinan como individuos. Más allá de buenos deseos, de entelequias y utopías que por más deseables resultan cada vez más irrealizables, el hombre siempre ha sido, es y seguirá siendo lobo del hombre. Allí donde haya la manera de explotar a los demás para buscar un beneficio propio con el menor esfuerzo posible, allí existirá la política humana.
Y por eso es que soy pesimista.
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