Su madre le había inculcado la idea de que los pájaros eran
animales asquerosos, inapropiados para ser mascotas. Sucios y escandalosos, su
lugar debía ser el espacio abierto, el mundo en su amplitud. Al fin y al cabo
que al mundo no hay que cambiarle los periódicos cada seis horas, ni hay tazón
que se tenga que rellenar con semillas, ni hay vaso que colmar con agua. Por eso mismo su mujer se sorprendió sobremanera cuando un
día, después de salir del trabajo, paseando por uno de los tantos tianguis que
llenan la ciudad de olores de fruta fresca, carne asada y chile seco, se acercó
a un anciano pajarero y, sin más, le compró tres jaulas habitadas por dos
calandrias, tres gorriones y un periquito azul.
Las airadas protestas de ella, que admiradora de los
pájaros tampoco era, no lograron impedir
que ellos reinaran a partir de ese día, despóticamente, desde la pared de
la cocina. Sus gritos la despertaban a las seis de la mañana. Sus cantos
llenaban la casa durante las primeras horas del día y las últimas de la tarde.
Y sus heces: blancas, aguadas y hediondas, se acumulaban embarradas en las
paredes de la jaula, en el suelo metálico, atravesando las capas y capas de
papel de periódico que él, en su negligencia, olvidaba cambiar constantemente
resultando así una especie de cartoncillo rígido y maloliente, que al final de
la semana iba a para al bote de la basura.
En un intento vano por lograr sacar a las aves de su vida, varias veces ella le había dicho que las cacas de los
pájaros eran malas para la salud. Y se regodeaba describiendo enfermedades exóticas de características horribles e incurables. Pero el esfuerzo probó ser inútil desde el principio: él jamás había
escuchado de alguna persona que hubiera muerto intoxicada por haber respirado cacas avicas,
mucho menos por tocarlas. Y, siendo honestos, no era algo
que le preocupara en absoluto. Para él era más mucho más interesante la manera
en que sentía la mirada de los pájaros respondiendo la suya. Como si aquellos
gráciles animales emplumados hubieran querido decirle un secreto, algo que en
la intimidad de su amistad le convenía saber sólo a él. Y así
pasaba las pocas horas de tiempo libre
hogareño, embebido escuchando la charla de las aves, mirándolas mirándole,
tratando de entender.
La situación, cada día más intolerable para su mujer, llegó por
fin a su climaterio, la vez que ella le gritó, usando la voz más chillona que era
capaz de producir, que estaba harta del mal olor de la casa, de los gritos de
los pájaros que le crispaban los nervios, de su indiferencia hacia ella, la
casa y todo lo que tuviera que ver con ambas, y su repentino interés por la
vida de aquellos demonios emplumados. Y que si quería seguir teniendo esposa,
entonces por lo menos los sacaría al patio, que es donde los animales se supone
deben estar. Y para su sorpresa, él no protestó. Sin decir una palabra, sacó
las jaulas al espacio abierto detrás de la casa y se dispuso, al menos en
apariencia, a cumplir desde aquel día cabalmente sus obligaciones de esposo y
amo del hogar. Ella recibió el cambio agradecida y esperanzada. Sin embargo, para
él, el cambio no fue para mejorar.
Sentía la casa vacía, y no sólo de ruido de aleteos o cantos
o chirridos, sino de algo indefinible cuya falta en definitiva lo hacía
sentirse abatido. Además que no dormía, y la comida que allí consumía era
insípida en el mejor de los casos, amarga en el peor. Los días se sucedían sin
cambio uno tras otro y su vida no era sino un manchón gris, sin fin claro ni
propósito definido. La carga de su propia existencia le pesaba de manera
tremenda, y en el punto agudo de su cada vez más grande desesperanza consideró
momentáneamente la posibilidad del suicidio. Mas prodigiosamente, el asunto
quedó resuelto cuando, en un arranque de inspiración, como en un trance
inducido por quién sabe qué deidad caprichosa o droga embriagante; y a
escondidas, por supuesto, empezó a meter los papeles impregnados de orina y
mierda de pájaro a la casa.
Ella de inmediato reconoció el hedor, pero trataba de tranquilizarse a sí misma convenciéndose que la peste era demasiado penetrante
para mantenerla fuera de la casa. Jamás hubiera imaginado que era su esposo el
que introducía furtivamente aquel asqueroso perfume que saturaba los cuartos,
las paredes, su ropa y su comida con ese gusto a semilla mezclada con grageas
dulces de colores, a pan remojado en leche agria, a pluma y ácaros secos. No
pasó mucho tiempo antes que comenzara a desarrollar una tos húmeda, persistente
y molesta, que le robaba la mejor parte de la tarde y le impedía, ahora a ella
también, dormir por las noches. Por recomendación del médico de la farmacia de
la esquina, tuvo que irse de emergencia una temporada con su madre, que vivía
en la costa. Acaso el aire puro del mar, la sal y el sol mejoraran su decaído
estado de salud. Él, por su parte, pretextando el trabajo, la inseguridad de
dejar la casa sola y su natural aborrecimiento de los climas cálidos se quedó,
prometiendo que al regreso de su mujer, los pájaros serían parte de un pasado episodio
negro que acaso pudiera ser superado al fin.
Pero no fue así. En cuanto ella salió, él dejó también de ir
al trabajo. Pasaba horas admirando a sus plumíferos amigos, reingresados a l
interior de su casa y dominando ahora desde la mesa del comedor. Abstraído,
perdido en sus silbidos, trataba de descifrar ese extraño lenguaje gorgoteante
que de sus picos salía. Por las noches, un pedazo de papel periódico inmundo
estratégicamente colocado cerca de su nariz y boca le ayudaba a conciliar el
sueño. Así vivió feliz durante varios días. Arrullado por las voces silbantes
que le acompañaban durante la noche en sus sueños de pluma y canto, despertando
en la mañana a ese concierto de chirridos y aleteos que tan bien le hacía
sentir. Hasta una mañana en la que descubrió que, con el movimiento inconsciente
de la noche, el papel con el que dormía se había ido a parar adentro de su
boca, bajo su garganta y fue un dolor estomacal agudo el que lo hizo despertar.
Notó entonces que de pronto los cantos tenían sentido y los silbidos por fin
dijeron algo. No era muy claro, pero era innegable que había ahí un mensaje por fin
coherente que los pájaros le transmitían. Seis pares de ojos fríos e inexpresivos
se posaron en él al tiempo que, en silencio, las aves empezaron simultáneamente a
defecar. Y la orden fue clara, tan clara que era ridículo. Él no dudó. Apartó
la bandeja inferior de la jaula, desprendió el papel y, con dedos temblorosos, se lo llevó a la
boca. Masticó lentamente, tragó y entonces por fin supo lo que los pájaros querían
decirle.
No hay pájaros reales. Los pájaros no existen.
Su mujer llegó a la casa esa misma noche, alarmada después
de llamar un par de veces al domicilio, al celular, y no obtener respuesta. Entró
en la casa y encontró un espectáculo que bien pudo haber salido de una mala
película de horror: muebles volcados, el piso sucio, plumas por todos lados,
tres jaulas abiertas arrumbadas en un rincón de la sala y no pudo contener un
grito cuando siete pájaros se abalanzaron sobre ella y, rebasándola, salieron
por la puerta que, entre la preocupación, la sorpresa y el susto, había olvidado
cerrar.
Inconsolable, lloró el abandono de su marido durante días,
que haciendo honor a la verdad tampoco fueron
muchos. Se reintegró con optimismo renovado al diario devenir de la vida
una vez que los días fríos del invierno quedaron atrás. A veces por las mañanas
un pájaro se acercaba a su ventana a picar el vidrio, como pidiendo pasar.
Ella se compró un gato.
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