5/13/2013

Ella se compró un gato.


Su madre le había inculcado la idea de que los pájaros eran animales asquerosos, inapropiados para ser mascotas. Sucios y escandalosos, su lugar debía ser el espacio abierto, el mundo en su amplitud. Al fin y al cabo que al mundo no hay que cambiarle los periódicos cada seis horas, ni hay tazón que se tenga que rellenar con semillas, ni hay vaso que colmar con agua. Por eso mismo su mujer se sorprendió sobremanera cuando un día, después de salir del trabajo, paseando por uno de los tantos tianguis que llenan la ciudad de olores de fruta fresca, carne asada y chile seco, se acercó a un anciano pajarero y, sin más, le compró tres jaulas habitadas por dos calandrias, tres gorriones y un periquito azul.

Las airadas protestas de ella, que admiradora de los pájaros tampoco era, no lograron  impedir que ellos reinaran a partir de ese día, despóticamente, desde la pared de la cocina. Sus gritos la despertaban a las seis de la mañana. Sus cantos llenaban la casa durante las primeras horas del día y las últimas de la tarde. Y sus heces: blancas, aguadas y hediondas, se acumulaban embarradas en las paredes de la jaula, en el suelo metálico, atravesando las capas y capas de papel de periódico que él, en su negligencia, olvidaba cambiar constantemente resultando así una especie de cartoncillo rígido y maloliente, que al final de la semana iba a para al bote de la basura.

En un intento vano por lograr sacar a las aves de su vida, varias veces ella le había dicho que las cacas de los pájaros eran malas para la salud. Y se regodeaba describiendo enfermedades exóticas de características horribles e incurables. Pero el esfuerzo probó ser inútil desde el principio: él jamás había escuchado de alguna persona que hubiera muerto intoxicada por haber respirado cacas avicas, mucho menos por tocarlas. Y, siendo honestos, no era algo que le preocupara en absoluto. Para él era más mucho más interesante la manera en que sentía la mirada de los pájaros respondiendo la suya. Como si aquellos gráciles animales emplumados hubieran querido decirle un secreto, algo que en la intimidad de su amistad le convenía saber sólo a él. Y así pasaba las  pocas horas de tiempo libre hogareño, embebido escuchando la charla de las aves, mirándolas mirándole, tratando de entender.

La situación, cada día más intolerable para su mujer, llegó por fin a su climaterio, la vez que ella le gritó, usando la voz más chillona que era capaz de producir, que estaba harta del mal olor de la casa, de los gritos de los pájaros que le crispaban los nervios, de su indiferencia hacia ella, la casa y todo lo que tuviera que ver con ambas, y su repentino interés por la vida de aquellos demonios emplumados. Y que si quería seguir teniendo esposa, entonces por lo menos los sacaría al patio, que es donde los animales se supone deben estar. Y para su sorpresa, él no protestó. Sin decir una palabra, sacó las jaulas al espacio abierto detrás de la casa y se dispuso, al menos en apariencia, a cumplir desde aquel día cabalmente sus obligaciones de esposo y amo del hogar. Ella recibió el cambio agradecida y esperanzada. Sin embargo, para él, el cambio no fue para mejorar.

Sentía la casa vacía, y no sólo de ruido de aleteos o cantos o chirridos, sino de algo indefinible cuya falta en definitiva lo hacía sentirse abatido. Además que no dormía, y la comida que allí consumía era insípida en el mejor de los casos, amarga en el peor. Los días se sucedían sin cambio uno tras otro y su vida no era sino un manchón gris, sin fin claro ni propósito definido. La carga de su propia existencia le pesaba de manera tremenda, y en el punto agudo de su cada vez más grande desesperanza consideró momentáneamente la posibilidad del suicidio. Mas prodigiosamente, el asunto quedó resuelto cuando, en un arranque de inspiración, como en un trance inducido por quién sabe qué deidad caprichosa o droga embriagante; y a escondidas, por supuesto, empezó a meter los papeles impregnados de orina y mierda de pájaro a la casa.

Ella de inmediato reconoció el hedor, pero trataba de tranquilizarse a sí misma convenciéndose que la peste era demasiado penetrante para mantenerla fuera de la casa. Jamás hubiera imaginado que era su esposo el que introducía furtivamente aquel asqueroso perfume que saturaba los cuartos, las paredes, su ropa y su comida con ese gusto a semilla mezclada con grageas dulces de colores, a pan remojado en leche agria, a pluma y ácaros secos. No pasó mucho tiempo antes que comenzara a desarrollar una tos húmeda, persistente y molesta, que le robaba la mejor parte de la tarde y le impedía, ahora a ella también, dormir por las noches. Por recomendación del médico de la farmacia de la esquina, tuvo que irse de emergencia una temporada con su madre, que vivía en la costa. Acaso el aire puro del mar, la sal y el sol mejoraran su decaído estado de salud. Él, por su parte, pretextando el trabajo, la inseguridad de dejar la casa sola y su natural aborrecimiento de los climas cálidos se quedó, prometiendo que al regreso de su mujer, los pájaros serían parte de un pasado episodio negro que acaso pudiera ser superado al fin.

Pero no fue así. En cuanto ella salió, él dejó también de ir al trabajo. Pasaba horas admirando a sus plumíferos amigos, reingresados a l interior de su casa y dominando ahora desde la mesa del comedor. Abstraído, perdido en sus silbidos, trataba de descifrar ese extraño lenguaje gorgoteante que de sus picos salía. Por las noches, un pedazo de papel periódico inmundo estratégicamente colocado cerca de su nariz y boca le ayudaba a conciliar el sueño. Así vivió feliz durante varios días. Arrullado por las voces silbantes que le acompañaban durante la noche en sus sueños de pluma y canto, despertando en la mañana a ese concierto de chirridos y aleteos que tan bien le hacía sentir. Hasta una mañana en la que descubrió que, con el movimiento inconsciente de la noche, el papel con el que dormía se había ido a parar adentro de su boca, bajo su garganta y fue un dolor estomacal agudo el que lo hizo despertar.

Notó entonces que de pronto los cantos tenían sentido y los silbidos por fin dijeron algo. No era muy claro, pero era innegable que había ahí un mensaje por fin coherente que los pájaros le transmitían. Seis pares de ojos fríos e inexpresivos se posaron en él al tiempo que, en silencio, las aves empezaron simultáneamente a defecar. Y la orden fue clara, tan clara que era ridículo. Él no dudó. Apartó la bandeja inferior de la jaula, desprendió el papel  y, con dedos temblorosos, se lo llevó a la boca. Masticó lentamente, tragó y entonces por fin supo lo que los pájaros querían decirle.

No hay pájaros reales. Los pájaros no existen.

Su mujer llegó a la casa esa misma noche, alarmada después de llamar un par de veces al domicilio, al celular, y no obtener respuesta. Entró en la casa y encontró un espectáculo que bien pudo haber salido de una mala película de horror: muebles volcados, el piso sucio, plumas por todos lados, tres jaulas abiertas arrumbadas en un rincón de la sala y no pudo contener un grito cuando siete pájaros se abalanzaron sobre ella y, rebasándola, salieron por la puerta que, entre la preocupación, la sorpresa y el susto, había olvidado cerrar.

Inconsolable, lloró el abandono de su marido durante días, que haciendo honor a la verdad tampoco fueron  muchos. Se reintegró con optimismo renovado al diario devenir de la vida una vez que los días fríos del invierno quedaron atrás. A veces por las mañanas un pájaro se acercaba a su ventana a picar el vidrio, como pidiendo pasar.

Ella se compró un gato.

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