11/27/2012

Cuento Para Mi Hija


Se revolvía en la cama inquieta. A pesar de haber seguido los consejos de su abuela, y cumplir cabalmente con el rito del baño, la leche tibia, el conteo de ovejas y la infaltable oración antes de cerrar los ojos, era imposible conciliar el sueño. El cuarto semioscuro parecía la boca de un lobo; una cueva sin principio ni fin de donde no podría salir nunca, donde había nacido y donde iba a morir, tal vez esta misma noche, a menos que lograra por fin cerrar los ojos y escapar al mundo soñado, para volver cuando por fin la luz del sol le hiciera sentir que estaba a salvo.
Puso la almohada sobre su rostro, tal vez los míseros rayos de luz que se colaban por la rendija que quedaba debajo de la puerta cerrada contribuyeran a la cada vez más larga noche de insomnio que sufría. Entonces la oyó. Muy leve al principio, pero clara e inconfundible.
-Blanca.
Su nombre dicho por una voz extraña, que no era ni de hombre ni de mujer. Una voz que parecía venir de muy lejos y que al mismo tiempo daba la sensación de estar allí mismo, junto a ella. Una persona sin pies ni cabeza que se recostaba a su lado sólo para  repetir su nombre una y otra vez.
-Blanca.
Se armó de valor y movió su improvisado escudo lo suficiente como para dejar salir un ojo. No había nadie, desde luego, pero la voz seguía ahí, segura y firme, llamando su nombre una y otra vez.
-Blanca.
Conteniendo apenas las ganas de llorar de puro miedo, arrojó a un lado las sábanas y cobijas. El suelo estaba caliente. Corrió hacia la puerta del cuarto, pero después de veinte pasos y no encontrarla se detuvo. Su cuarto no era tan grande. Avanzó con las manos extendidas al frente, sin lograr tocar una pared. En vano regresó sobre sus pasos, su cama tampoco estaba ahí. Sin luz, ni paredes, ni puerta. Sola. No, no sola. La voz estaba ahí, insistente y cada vez más cercana.
-Blanca.
Se tiró en el piso, abrazando sus rodillas. Apretó fuerte los ojos. La voz ahora susurraba en su oído. Casi podía sentir el aliento acariciando su rostro. El susurro se convirtió en voz, y en grito. Trató de tapar sus orejas pero por más que apretara la voz insistente no la dejaba escuchar otra cosa que no fuera su nombre.
-¡Blanca! ¡Blanca! ¡BLANCA!
Unas manos duras como hierro atenazaron las suyas, la obligaban a levantarse, la sacudían con fuerza. La hicieron, al fin, abrir los ojos.
-¿Blanca? ¡Blanca, Hija! ¿Estás bien?
La voz de mamá. Las manos de mamá. El sol entrando de lleno por la ventana y el recuerdo de la pesadilla que se disolvía en su cabeza.
-¿Mamá?
-Estabas gritando, mi amor. Me asustaste. Anda, vístete y baja rápido a desayunar, que ya se te hace tarde para la escuela.
Respiró aliviada. Bajó los pies al suelo. Frío, como debía estar. Miró por la ventana y el paisaje de siempre le dio los buenos días.
A punto de salir de la recámara volvió a oírla:
-Blanca.
Venía de debajo de la cama. Se ocultaba de la luz pero allí estaba, y allí estaría para cuando volviera la noche. Para cuando estuviera lista para tener más pesadillas.

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