Se revolvía en la cama inquieta. A pesar de haber seguido
los consejos de su abuela, y cumplir cabalmente con el rito del baño, la leche
tibia, el conteo de ovejas y la infaltable oración antes de cerrar los ojos,
era imposible conciliar el sueño. El cuarto semioscuro parecía la boca de un
lobo; una cueva sin principio ni fin de donde no podría salir nunca, donde
había nacido y donde iba a morir, tal vez esta misma noche, a menos que lograra
por fin cerrar los ojos y escapar al mundo soñado, para volver cuando por fin
la luz del sol le hiciera sentir que estaba a salvo.
Puso la almohada sobre su rostro, tal vez los míseros rayos
de luz que se colaban por la rendija que quedaba debajo de la puerta cerrada
contribuyeran a la cada vez más larga noche de insomnio que sufría. Entonces la
oyó. Muy leve al principio, pero clara e inconfundible.
-Blanca.
Su nombre dicho por una voz extraña, que no era ni de hombre
ni de mujer. Una voz que parecía venir de muy lejos y que al mismo tiempo daba
la sensación de estar allí mismo, junto a ella. Una persona sin pies ni cabeza
que se recostaba a su lado sólo para
repetir su nombre una y otra vez.
-Blanca.
Se armó de valor y movió su improvisado escudo lo suficiente
como para dejar salir un ojo. No había nadie, desde luego, pero la voz seguía
ahí, segura y firme, llamando su nombre una y otra vez.
-Blanca.
Conteniendo apenas las ganas de llorar de puro miedo, arrojó
a un lado las sábanas y cobijas. El suelo estaba caliente. Corrió hacia la
puerta del cuarto, pero después de veinte pasos y no encontrarla se detuvo. Su
cuarto no era tan grande. Avanzó con las manos extendidas al frente, sin lograr
tocar una pared. En vano regresó sobre sus pasos, su cama tampoco estaba ahí.
Sin luz, ni paredes, ni puerta. Sola. No, no sola. La voz estaba ahí,
insistente y cada vez más cercana.
-Blanca.
Se tiró en el piso, abrazando sus rodillas. Apretó fuerte
los ojos. La voz ahora susurraba en su oído. Casi podía sentir el aliento
acariciando su rostro. El susurro se convirtió en voz, y en grito. Trató de
tapar sus orejas pero por más que apretara la voz insistente no la dejaba
escuchar otra cosa que no fuera su nombre.
-¡Blanca! ¡Blanca! ¡BLANCA!
Unas manos duras como hierro atenazaron las suyas, la
obligaban a levantarse, la sacudían con fuerza. La hicieron, al fin, abrir los
ojos.
-¿Blanca? ¡Blanca, Hija! ¿Estás bien?
La voz de mamá. Las manos de mamá. El sol entrando de lleno
por la ventana y el recuerdo de la pesadilla que se disolvía en su cabeza.
-¿Mamá?
-Estabas gritando, mi amor. Me asustaste. Anda, vístete y
baja rápido a desayunar, que ya se te hace tarde para la escuela.
Respiró aliviada. Bajó los pies al suelo. Frío, como debía
estar. Miró por la ventana y el paisaje de siempre le dio los buenos días.
A punto de salir de la recámara volvió a oírla:
-Blanca.
Venía de debajo de la cama. Se ocultaba de la luz pero allí
estaba, y allí estaría para cuando volviera la noche. Para cuando estuviera lista para tener más pesadillas.
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