12/03/2012

El fin de la luz.

Al principio, la oscuridad fue sutil. Se aprovechaba de nuestra inercia, de la costumbre de caer presos de la noche día tras día. Fuimos pocos los que notamos las sombras más profundas. Las zonas de las que la luz era expulsada como un viejo leproso. Nos inquietamos. En vano apuntábamos linternas, encendíamos velas, arrojábamos impotentes rayos de luz que irremediablemente se perdían en la negrura. Tratábamos en vano de lanzar advertencias. Hicimos marchas y manifestaciones. Buscamos espacios en los medios. Creábamos con ansias casi febriles páginas web, mandábamos correos que al final fueron botellas lanzadas al mar, jamás recogidas. Con ellas se fueron también nuestras esperanzas y las del resto del mundo.
Nos retiramos al final, vencidos, a los lugares donde la costumbre de la luz jamás logró allegarse demasiado. Los bosques, las cuevas. Aprendimos a convivir en la oscuridad, pensando tal vez en iniciar una nueva vida, adaptándonos a la inevitable condición que privaría en el universo de ahora en adelante. 
Desde nuestros puestos de observación (maneras de hablar, el lenguaje cambia más lento que las circunstancias) fuimos testigos de la caída del mundo en el abismo. Los gritos se elevaban como las llamas de las hogueras que jamás volvería nadie a ver. Habría sobrevivientes, era seguro. No muchos. La labor consistiría en educarlos, adaptarlos. Buscar una manera de lograr perdurar la vida en medio del remolino de confusión en el que nos encontrábamos. Alguien dijo que cuando las cosas se calmaran el vacío de nuestros ahora inútiles ojos se parecería demasiado a la muerte. Tal vez estemos muertos, pero algo tenemos que hacer mientras lo averiguamos.

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