12/06/2012

Time Bomb

Y es que era así cuando el cáncer se acomodaba entre los huesos de las personas y comenzaba a roer,
creciendo fuerte y sano,
desarrollándose a sus anchas de una forma tan silenciosa
que era imposible saber que estaba allí,
dentro de nosotros.
Hasta que le llegaba la hora de manifestarse
y surgía potente, enorme,
como una primadonna dando la nota alta, triunfal:
el fin del aria.
Y nuestros frágiles cuerpos
incapaces de nutrir por siempre a ese hijo bastardo de nuestras células
se iban apagando poco a poco
perdiendo cada pequeño retazo de vida
otorgándola contra su voluntad al parásito orgánico
que venia a substituír nuestro lugar en el mundo.
Y las personas observaban espantadas
cómo dejaban de ser lo que eran
y se transformaban en algo más:
una masa de carne amorfa que resultaba cada vez más difícil de reconocer.
Más difícil de amar,
más dura de confrontar,
de limpiar,
de mantener con vida.
Los brazos enormes y las relucientes calvas 
las noches de insomnio y el omnipresente dolor
el asco, la náusea, los malos olores
todo se confabulaba para quitarle a la persona cualquier leve vestigio de humanidad.
Las pesadillas, todas, se volvían una cruel realidad
que alejaba a la víctima del resto del mundo
volviéndola una con su padecimiento
y dejándola sola, sola, sola
en medio de un pozo vacío indescriptible
rodeado por murallas punzantes.
Y los demás, los que estábamos alrededor
hablábamos en susurros
contábamos los días
las horas, los minutos.
Veíamos una agonía desarrollarse en cámara lenta
veíamos la muerte de frente 
creciendo
formando una dura corteza que envolvió a nuestra madre
como si fuera una oruga siniestra,
una pupa que dormita cada vez más 
perdiéndose en un ensueño irreal
sin la esperanza de renacer en mariposa.
Y los médicos, los dueños de la salud, los semidioses con dedos llenos de esperanza
se acumulaban, uno tras otro, caras serias y circunspectas
que no podían dar respuesta
que no podían curar
y volvían a ser simples hombres y mujeres, tan impotentes como el resto de nosotros
que sólo conservaban la mano estirada como si fuera un recordatorio de que estas cosas, además, costaban mucho.
Y por fin, la muerte no era una sorpresa, sino un alivio.
Era la paz, por fin, tan deseada.
Era el primer paso para buscar recuperar el ritmo de los días
y las horas y los minutos
que poco a poco volvían a sucederse
y podíamos entonces pretender que ya estábamos a salvo
mientras el cáncer
dentro de nosotros
seguía creciendo, alimentándose
y meditando cuidadosamente y con amor, cuándo y por dónde estaría su siguiente vía de salida ideal.

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